noviembre 28, 2014

Llorona



Sueña la tierra el sueño del joven sin piel en el rostro y al que le han robado los ojos y que llora con siniestra sonrisa helada y no puede encontrar el camino a casa. Sueña con cuarenta y tres de sus queridos hijos que se han vuelto invisibles y perdidizos y permanentemente presentes en la memoria. Sueña la tierra, sola, se inquieta, retiembla, se estremece, crujen sus huesos, sus entrañas de fuego y de sangre, se encoge su corazón de piedra antigua. Sueña la tierra y su sueño es el sueño de las madres sin hijos; inconsolable. Se da vuelta sobre sí misma, se envuelve en su manto, tiene frío en el corazón. Llama a sus hijos y sólo le responde el silencio. Sueña la tierra y busca a sus hijos, los busca por los laberintos de la oscuridad y la soledad; los busca en parajes de tumbas anónimas; los busca en esos campos donde cuidaban plantas y se bañaban de sol, en un tiempo muy viejo cuando aún había sol; los busca entre las raíces de los incontables árboles que se entierran en su cuerpo, que se alimentan de ella —los árboles son sus hijos también, y sus raíces buscan a sus hermanos; los busca dentro de sí misma, en sus recovecos desconocidos donde pueden estar escondidos lejos del miedo y del clamor de las balas, donde pueden vagar, extraviarse, perderse. Sueña la madre tierra.
            Llueve. Lluvia de sangre. Los ríos de sangre corren por los pueblos como las venas de la tierra. Los ríos se desbordan, arrastran lo que pueden, los pueblos sucumben, las ciudades se convierten en fantasmas de hueso frágil, las madres lloran envueltas en sangriento huipil y esperan el regreso de los hijos desaparecidos. Llueve. Caen relámpagos y el cielo y el horizonte se tiñen de sangre. El mar se ha vuelto rojo y también el aire. La bandera se ha quedados sin esperanza, sin unidad, sólo conserva la sangre de los caídos.
            Sopla un viento de sombras. Despierta la tierra y llora. La tierra llora al recordar el sueño de su hijo sin piel en el rostro y al que le han robado los ojos, al recordar el sueño de los campos a los que les hacen falta cuarenta y tres de sus hijos queridos, el sueño de sí misma perdida en la oscuridad y el silencio. Llora y grita entre los callejones y caminos de piedra, llora y grita en las casas de adobe y los edificios de cristal, llora y grita al darse cuenta de que, después de todo, el sueño de sus hijos perdidos y tanta miseria, no eran un sueño en absoluto.

septiembre 24, 2014

Una máquina clonadora para Teófilo Huerta

Apesadumbrado por la imposibilidad de acudir a dos eventos que se realizarían simultáneamente, por un lado el curso de capacitación al que no podía darse el lujo de faltar y, por el otro, la conducción de la exposición de Antonieta Rivas Mercado, Teófilo Huerta acudió a mí en busca de ayuda. Él sabía que si existía una máquina clonadora funcional, yo la tendría entre mis cacharros, y no se equivocó.
    —Aquí la tienes —le dije y le entregué una caja de cartón corrugado de unos 60x60x60, debidamente sellada con la leyenda “Frágil”—, y no es necesario decirte que tengas cuidado con ella, ¿no?
    No queríamos que una horda de Teófilos Huerta anduviera libre por las calles de esta ciudad, ya de por sí demasiado concurrida por personajes que parecen todos haber sido cortados con la misma tijera.
    Durante unos días no pensé ni en Teófilo ni en la máquina clonadora, hasta que me enteré de que el intento de mi amigo había sido un fracaso. La máquina funcionaba perfectamente, que no se crea que ahí hubo error, ahora había dos Teófilos. El problema fue que, como eran idénticos, también lo eran sus pensamientos: ambos decidieron acudir al mismo evento y, al encontrarse en la frente a frente de camino a su destino, terminaron dándose de puñetazos, perdiéndose por completo de la posibilidad de acudir a cualquiera de los dos.

septiembre 09, 2014

Tusitala de óbitos, el dark cursi de Lola Ancira



Foto promocional

Lola Ancira es una escritora mexicana que promociona su libro con fotos de ella misma modelando ropa un tanto excéntrica y que pretende ser sensual, mostrando sus tatuajes y su pertenencia al underground, a la escena dark. Bien, funcionó: piqué el anzuelo y lo adquirí.
El título es enigmático: Tusitala de óbitos (Pictographia, CONACULTA/INBA, 2013). “Tusitala” es el nombre que dieron a Stevenson (La isla del tesoro) en Samoa, donde vivió sus últimos días, y significa “el contador de historias”; “óbito” es una muerte. El título podría traducirse como “Narrador de cuentos de muertos”, que ya no suena tan misterioso. Y lo que nos encontramos, es un compendio de relatos breves de corte fantástico y culto, con múltiples referencias literarias, un poco en la vena de Borges y Arreola. Hay destellos de Salvador Elizondo, Edward Gorey, Amparo Dávila, y otros.
La primicia es atractiva, sobre todo frente al sobrepoblado mundillo de la literatura de género, llena de vampiros, zombis y fantasmas, cuyas aventuras no contribuyen en nada sustancial a la literatura, si acaso logran entretener o divertir al lector durante unos minutos, pero el efecto es efímero. Otro punto positivo es que la autora no explora la ya demasiado sobada minificción, terreno fértil para los entusiastas de la literatura referencial y el relato de imaginación, pero que, del mismo modo, poco aporta.
Las narraciones que conforman Tusitala de óbitos, tratan acerca de laberintos, criaturas míticas e imaginarias, asesinos seriales (fetiche de la comunidad dark), sueño y vigilia, y otros temas cercanos. No hay uno solo que sea sobresaliente de entre la totalidad. En general, todos presentan los mismos elementos positivos y adolecen de las mismas debilidades. Sobre todo, esto último. Es evidente que ha leído mucho y sobre variadísimos asuntos, y que sus cuentos fueron redactados en momentos de creatividad desbocada, pero también lo es que la autora no se tomó el tiempo para revisar el estilo… ¡salvo para buscar sinónimos altisonantes y llamativos! Pero lo más extraño es que un volumen editado por CONACULTA/INBA, no haya sido revisado por un corrector de estilo profesional.
Tusitala de óbitos. Cubierta
Entre los defectos recurrentes, tenemos la repetición de palabras. “Estar”, “mayor”, “tiempo” (“Dédalo”); “hasta”, “sobrehumano”, (“Cosmogonía de las parafilias”); “prohibir” (“Los infortunios de Vigilius Haufniensis”); “que sí” (“Un inminente progreso”); etc. Este fallo evidencia un léxico pobre, que puede subsanarse con la incorporación de expresiones semejantes o, mejor aún, de reescribir algunas partes, acción que se realizaría durante la revisión. La contraparte a este error es el abuso de sinónimos; en el relato “Licornio”, nos habla de una bestia mítica, “el licornio, al que tú conoces como unicornio”, pero lo hace después de haberlo llamado “unicornio”. ¿Para qué emplear el equivalente rebuscado y poco conocido, si de todas formas se olvida de emplearlo al comienzo del cuento? ¿Para qué hablar de “la comida, la bebida y los piscolabis” (“Los infortunios de Vigilius Haufniensis”) si es más fácil y claro hablar de “la comida, la bebida y los postres”, o “tentempiés”, o “aperitivos”, o “bocadillos”, o “refrigerios”? Todas ellas, opciones más directas, más sencillas, y que no le restan valor literario a lo escrito. ¿Para que usar esos vocablos análogos salvo para mostrar su enorme conocimiento de palabras exóticas y raras, a demérito de la experiencia de lectura? En el peor de los casos, estas voces son mal empleadas: “las posibilidades más dislates” (“Pāyğāme), aquí, el sustantivo es usado como adjetivo.
A lo largo de la obra, nos topamos con varias inconsistencias. En los relatos “La mujer volátil” y “Élytron”, no hay una voz narrativa estable, lo que hace a ambos cuentos, confusos; para asimilarlos, hay que leerlos dos veces, pero, ¿por qué un lector preferiría releer este título en vez de buscar otro? En “Cosmogonía de las parafilias”, enumera la relación superpoder-desviación sexual, y a cada habilidad asigna un tipo de práctica sexual distinta de la norma convencional: al mimetismo animal, por ejemplo, asigna la zoofilia; a la inmortalidad, la necrofilia; “la asfixia y el estrangulamiento (...) dieron forma a la asfixiofilia”, pero olvida mencionar el poder. En “Atavismo ficcional” habla de “complacer placeres inconscientes”; ¿los placeres se complacen? ¿No querrá decir los deseos? En “Spica” nos describe la llegada de la noche y, poco después, nos dice que pronto anochecería; en el mismo, indica que hay al menos una cosa que es “imposible del todo”, lo cual implica, necesariamente, que hay otras que son menos imposibles.
En el ya mencionado “Élytron”, habla de un ser al que le aparecen unas heridas a la altura de los omóplatos, de las cuales surgen unos cartílagos que crecen; más adelante, los cartílagos vuelven a ser mencionados, esta vez con membranas que evidencian lo que el lector ya sabe; enseguida, el personaje planifica lo que será su primer vuelo, entonces mira un espejo y descubre, con asombro, ¡que tiene alas! ¿No es ridículo? El personaje habla acerca de emprender el vuelo, y después descubre sus alas. En “Jeremiades”, la escritora cree que basta con informar a las autoridades, esa abstracción de la que no se nos dice nada hasta que es invocada para resolver el atolladero en que se metió Lola Ancira, de que en una casa ocurren hechos terribles, para que éstas lleguen de inmediato y quemen la casa sin una investigación previa; ¡eso va más allá de lo fantástico y de lo absurdo! Es, sencillamente, estúpido.
Repetidamente, nos encontramos con líneas grandilocuentes que provocan el deseo de abandonar la lectura. Algunos ejemplos: “La causa de este hado funesto fue la necesaria exteriorización de su caótico y discrepante mundo interior” (“Jeremiades”); “Criaturas trashumantes sobrevolando paisajes secos de denuedos, horizontes desamparados de utopías e ilusiones abandonadas a la intemperie” (“Permanencia”); “Te advierto que los exoesqueletos de las palabras son más terribles y su olor es más penetrante que el de un mórbido cadáver animal con días de descomposición” (“Legado”). Todas estas líneas pretenden dotar a las narraciones de refinamiento o elegancia, sin conseguirlo, y éstas no perderían valor literario si tales locuciones fueran modificadas o eliminadas por completo.
Para ser honesto, sí que hay una excepción. El relato “9 192 631 770” está bien logrado. Pese a presentar los mismos problemas que el resto, es decir, el uso excesivo de adjetivos que lejos de mejorar, distraen la lectura, las palabras rebuscadas (aunque menos presentes que en el resto), una pretendida erudición, el final predecible, el texto se desarrolla con fluidez y pocas distracciones, y tras la conclusión adivinada desde las primeras líneas, hay un pequeño giro, una mínima vuelta de tuerca, sutil, casi insignificante, que lo convierte en un cuento notable, sin duda el mejor de la colección, pero aún insuficiente para darle valor al libro.
Foto tomada de su cuenta de Facebook
Estas consideraciones acerca de Tusitala de óbitos no se basan en reglas absolutas, no existe tal cosa, pero sí en modelos que reconocemos por su valor literario, y que la propia autora reconoce, y aunque las reglas están también para romperse, antes de ello hay que conocerlas y usarlas, y crear nuevas sólo cuando lo que queremos decir no cabe dentro de los límites que esas reglas pretenden aplicar.
      En conclusión, este primer libro de Lola Ancira pretende mostrar cosas elevadas, sublimes, pero al no lograr la verosimilitud necesaria, el intento se malogra y el resultado es un conjunto irregular, principalmente por los vicios que arrastra nuestra autora: entre dos palabras para transmitir la misma idea, elige generalmente la menos clara, causando la distracción del lector, lo que lleva al aburrimiento; el uso de palabras ostentosas y las constantes repeticiones, que evidencian a una escritora poco experimentada, insegura a la hora de enfrentar sus temas; y la tendencia a mostrar su erudición y extenso vocabulario (¿o un carísimo diccionario de sinónimos?) más que a desarrollar un universo coherente y creíble en su especificidad, más interesada en evidenciar sus lecturas y sus preferencias, y menos en buscar su propia voz. Defectos todos ellos que pueden corregirse en futuros textos.

agosto 28, 2014

Leer a Cortázar o adorar a Cortázar

Cortázar es famosísimo, eso se da por supuesto. Aún se editan sus obras completas y se trabaja en prácticamente todos los talleres de lectura y creación literaria. Es un referente obligado para todo lector o escritor. Pero lo es más que por su calidad, porque perteneció a la época cuando a ciertos escritores se los encumbraba como súper estrellas. Cortázar tenía todas las características para llegar a la cumbre de la creación literaria:

Hombre, blanco, burgués, experimental.

Sin duda, nadie negará que posteriormente a él y a su época (ya saben, ese artificio para vender libros a los gringos, llamado El boom latinoamericano), debe de haber habido escritores tan interesantes como él, o incluso más interesantes. Pero ninguno ha logrado la fama de los "grandes autores" de la generación de Cortázar.

El asunto es que con la caída del boom, también desaparecieron los escritores superstars y nacieron los best-sellers, normalmente de cuestionable calidad (vienen a mi mente Anne Rice, Stephen King y las autoras de Harry Potter, Los juegos del hambre y 50 sombras de Grey), mientras que los escritores "en serio" (y no negaré que Cortázar, sin ser de mi gusto, era un escritor "en serio"; también lo fueron Bioy Casares y Horacio Quiroga, pero nadie hace tanto escándalo por ellos, pues no llegaron nunca a obtener el título de estrellas), ahora son poco menos (o más) que marginados o resentidos.

¿No es hora ya de acabar con las idolatrías? Se dicen ateos o materialistas, presumen de su pensamiento crítico, pero guardan culto por personajes que representan... ¿qué cosa? ¿Qué representa Cortázar para ustedes? ¿Qué representa Rayuela con su 'Maga'? ¿Por qué lo leen, incluso ávidamente, y no se toman el tiempo de leer con el mismo interés a otros, más bien poco recordados; o a otras? ¿Por qué no se escucha a las voces disidentes que no aclaman a Cortázar como el más grande escritor del universo?


Tal parece que para pertenecer a la doctrina de los (buenos) escritores o de los (buenos) lectores, se requiere del "reconocimiento de las mismas verdades y la aceptación de una cierta regla (...) de conformidad con los discursos válidos"[1]. Si no se reproducen los mismos dogmas, se es excluido como a un hereje. ¿Por qué ocurre esto con el autor que nos ocupa?

Quizá porque Cortázar (como Rulfo, como Kafka, como Borges, como Pacheco) es algo así como un autor fetiche, lectura obligada para la juventud. Exaltar, no sé si también leer efectivamente, a Cortázar es un requerimiento sine qua non para ser tomado en cuenta entre "los escritores" modernos.

Me dirán algunos que lo leen porque es bueno o, mínimo, porque les gusta. Pero eso es un argumento más bien falaz. En primer lugar, el gusto personal no es un argumento válido a favor o en contra de nada (excepto del derecho individual de hacer algo, lo cual es bastante ya de por sí). Es falaz más bien porque hay muchos otros que son buenos, incluso mejores que Cortázar, o que pueden llegar a gustarles más; si fuera verdad que lo leen por gusto o por su calidad, entonces leerían con la misma avidez a otros, por las mismas razones de gusto o calidad. Pero no es así.

¿Por qué leen tan ávidamente a Cortázar?

¿No será porque todos lo leen? ¿Porque en todas partes te dicen que "hay que leer a Cortázar"? ¿Por moda u obligación? ¿Porque alguien les dijo que no leerlo y rendirle culto es una blasfemia? Si tienes una respuesta, por favor déjala aquí.


[1] Foucault, Michel. El orden del discurso. Barcelona, Tusquets. 1999. p. 43.

agosto 07, 2014

El metro


Michael Wolf

En horas pico, todos lo hemos sufrido, la multitud se agolpa. Una señora se abre paso a codazos, cargada de bolsas. Un hombre aprovecha los apretujones para tocar a una muchacha que probablemente no alcance los dieciséis años. Aquella persona trata de acercarse a la puerta y pregunta: “¿Bajas en la que sigue?” cuando lo que en realidad quiere es que te quites. El metro de la ciudad de México, todos lo hemos vivido y sufrido.
            Era la hora pico y la estación era un hervidero de oficinistas, estudiantes y comerciantes. Las puertas se abrieron y un puñado de personas trató de descender al mismo tiempo que otro puñado varias veces mayor trató de entrar. Yo formaba parte de estos últimos. Algunos salieron, otros maldecían. Las puertas cerraron al fin, tras luchar con panzas, maletas y hombros que les impedían hacer su trabajo, y yo quedé embarrado contra el vidrio.
            Y ahí, con la cara pegada al vidrio, lo vi apuntándome, listo para disparar. Yo cerré los ojos, incapaz de mover mi cuerpo y darle la espalda como era mi intención. Cerré los ojos, consciente de lo que me hacía a mí mismo cada mañana, en este horrible lugar, respirando los hedores de los demás, siendo invadido en mi propio espacio personal, mi propio cuerpo, siendo humillado por un sistema de transporte de pésima calidad, lento, lentísimo, que nos roba la dignidad, nos despoja de la humanidad, de la poca que nos queda, esa cosa que nos lleva a aceptar estas ordalías diarias para ganarnos el dinero que necesitamos para alimentar a nuestros hijos o a nuestros padres.
            Y ahí, con la cara pegada al vidrio como una mosca apachurrada, cerré los ojos, con la esperanza vana de que el fotógrafo no fuera capaz de retratar mi vergüenza.