noviembre 14, 2013

La radióloga



La radióloga

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A veces me masturbo y trato de pensar en ella, aunque no la recuerdo bien. Debía tener unos treinta y cinco años, pero como eso sucedió cuando yo tenía trece es muy probable que fuera bastante más joven y a mí me pareciera una señora.
            Estaba hospitalizado. Esa tarde le dije a mi mamá que fuera a la casa, ya que yo podía quedarme solo durante una tarde y una noche. Fue antes de que la depresión hospitalaria comenzara, por supuesto. El cáncer no es cosa fácil. Y mis hermanos necesitaban también su dosis de madre, no podía acapararla yo todo el tiempo. En fin, que precisamente para esa tarde el doctor había programado unas radiografías con que darse una idea del avance o retroceso del tumor.
            Como no había familiar conmigo, fue un camillero quien me colocó en la silla de ruedas (el tumor era en un fémur, fracturado además; caminar, no podía) y me llevó al sótano del hospital, adonde se hallaban los laboratorios.
            Fue la radióloga quien me ayudó a colocarme en la plancha para tomar las placas y, después, a volver a la silla. El camillero tardó en venir a buscarme y la doctora (sé que no es lo mismo una doctora y una radióloga, pero qué diablos…), la doctora estaba buenísima, de esa clase de buena que ya no abunda: gran culo, piernas de campeonato y pechos para acabar de criar a los hombres.
            Ya dije que tenía trece, pero estaba avispado sexualmente desde unos años antes. Tenía unas vecinas, hermanas ellas, Irma y Fabiola, guapas, cuerpos sensuales, ropas deportivas ajustadas, con quienes a veces jugaba a los manoseos. Ellas tendrían unos veintidós y diecinueve años, respectivamente, y con ellas se dio mi despertar al deseo sexual, aunque nunca pasó más que de unos besos en los labios, sin lengua, y muchas caricias.
            Pero la doctora estaba en otra categoría, sí señor. Alta, hermosa, seria. No, esto no fue un juego, con ella no. Con ella era algo real. Le pregunté, con una falsa inocencia que seguramente ella no se tragó ni por un instante, cuáles eran sus medidas (¡carajo!, yo qué rayos sabía de medidas; es lo que le hace a los niños demasiada televisión), y ella me respondió:
            —¿Tú qué crees? Adivina…
            En mi mente sólo revoloteaba el proverbial noventa, sesenta, noventa y me sentía tentado a decirlo, pero si me equivocaba, temía sonar ridículo. Como un niño. Ella lució su cuerpo dando vueltas, levantando los brazos, contoneándose un poco, muy profesional. ¡Cielos! Mi pene estaba durísimo.
            —No sé —dije.
            —A ver, calcúlale —y acercó su cuerpo.
            Me hizo tocarla y yo no me resistí, lógicamente. Toqué sus nalgas perfectas, su cintura, sus tetas. Pude sentir el contorno de sus pantaletas y de su brassiere, sus pezones duros…
            Durante varios minutos me dejó hacer. Al fin, me dijo:
            —¿Entonces…?
            —No, la verdad no sé.
            —La última vez que fui a medirme, hace un mes, era cien, sesenta y cinco, cien —buenísima, pues.
            Todavía, después de veinte años, cuando me masturbo, de vez en cuando pienso en ella. No la recuerdo, pero la imagino, la reinvento, recreo el encaje de su brassiere y el elástico de sus pantaletas, su falda blanca y ajustada, su cabello castaño claro, claro, su medias de color natural, pero sobre todo, lo buena que fue conmigo.
            —Por ti, doctora —digo y levanto mi copa. Esta noche me iré a la cama con ella en mis pensamientos.
            ¡Salud!