abril 30, 2013

Ese recuerdo inolvidable




Ese recuerdo inolvidable


Fue a los siete u ocho años. Mi tía estaba desnuda y mientras se ponía las medias, más bien las pantimedias, de ésas que tienen nombre de personaje de Oscar Wilde, sentí que algo se movió entre mis piernas. Ella me miró, se dio cuenta de todo, pero evitó que me llenara de vergüenza con esa sonrisa tan característica suya. Luego, para calzarse los zapatos, hizo un movimiento de piernas que sigo viendo en mi cabeza cuando las noches son solitarias. No es casual que mi película favorita durante la adolescencia haya sido Bajos Instintos.
     Ahora recuerdo que se estaba alistando para los quince años de mi prima Jéssica. Yo había ido a buscarla por orden de mi tío, pero al mirarle los bultos de su pecho olvidé lo que tenía que decirle. Me quedé ahí, tieso y mudo. Mi tía me miraba sonriente mientras se ponía el resto del atuendo, que remató con un vestido entallado que con el tiempo se convertiría en mi ideal. No salgo con muchachas que no usen de vez en cuando vestidos entallados. A ellas, les he pedido que representen la famosa escena de bajos Instintos, donde Michelle Pfeiffer cruza las piernas. Algunas se han negado hacerlo.
     Mi tía me hizo una seña para que me acercara. Obedecí. Me pidió que le ayudara con el cierre de su vestido. Su espalda tenía un hermoso color bronce, era suave y tenía un perfume especial. Me demoré deliberadamente. A mi tía no pareció importarle. Forcejé con el vestido un poco, más de lo que en realidad requería, ella me ayudó a mantener la ilusión, acariciaba su espalda con los nudillos, jalaba el cierre y pegaba mi rostro a su cintura. Me hizo abrazarla para sujetarla mejor y realizar la tarea encomendada. Así lo hice. Pero fingí que aún no podía. Sus nalgas golpearon mi pecho y quedé sentado en la cama, mi tía sentada encima de mí. Reímos. Pero ella no se levantó. Respiraba agitadamente y movía un poco el cuerpo en vaivén. Yo sentía algo como miedo y felicidad.
     Mi mano, que aún la rodeaba, buscó algo instintivamente, me sujeté con firmeza. Mi tía suspiró. Recargué la cara en su espalda, la llené de besos. Ella se dejaba hacer y de vez en vez devolvía alguna caricia.
     Se puso de pie y me tomó de las manos. Metió su lengua en mi boca y yo no supe ni qué sentir. Era un sabor extraño. Era una textura suave y carnosa. No podía pensar. Mi tía habló:
     —Búscame cuando quieras.
     Esta noche vine a buscarla.

Fotos tomadas de la película Malena de Giuseppe Tornatore

abril 27, 2013

Los fotógrafos



Foto: http://www.oregonstatefair.org/competition/photography




Los fotógrafos

Les contaré una historia. La historia de cuando conocí a Ivette, nos enamoramos y todo se fue al carajo. Tal vez se diviertan un poco al escucharla.
     Para los que no me conocen, sólo deben saber que soy fotógrafo profesional y que tomo muy en serio mi oficio, al que no le llamo profesión porque no tengo un título universitario. Trabajo en la nota roja de los periódicos oficiales, ya saben, los que reciben dádivas del PRI; no se hagan pendejos, bien saben cuáles son ésos. Desde que aprendí a usar la cámara, me llamaron la atención las escenas violentas y en poco tiempo me dediqué de lleno a ir en busca de la  muerte y la sangre en las calles de la ciudad, a veces en provincia, pero nada se compara al dramatismo de un accidente en el distrito federal, en la noche, bajo las luces de un tugurio o con la música encantadora de las sirenas policiales. Nada se compara a ver un riachuelo de sangre correr alejándose de su dueño y uniéndose a un charco formado por la lluvia de anoche y el aceite de un taxi en malas condiciones. Los colores formando un arcoíris oscuro, mezclándose con los destellos del flash o de la torreta de la ambulancia.
     Miento, sí hay algo mejor que eso. Pero divago. Les quería contar de Ivette y cómo la conocí.
     Me encontraba en mi faena, absorto retratando los vidrios rotos de un microbús y la sangre en el rostro del conductor, tuvo su merecido, que trató de pasarse el alto y golpeó contra un bulldozer, en plena av. Tláhuac, durante la construcción de la inútil línea 12, “la línea dorada” (léase con voz de puto). Tan metido estaba en eso que no me percaté del niño muerto entre las varillas de la construcción, y no lo habría notado si la muchedumbre chismosa no hubiera comenzado a gritonear que llamaran a la policía y no sé qué más, como si los puercos pudieran revivir al mocoso, que debía haber salido volando por el parabrisas del microbio para ir a empalarse y hacer su mugrero. No planeaba prestarle más atención, pues contrario a lo que el imaginario del público supone, las fotos gore de niños no se venden bien. Repito: no pensaba dedicarle más tiempo, pero entonces la vi; sí, a Ivette, aunque no sabía entonces que ése era su nombre. Estaba a la orilla de la zanja, mirando al niño que se desangraba y que, noté en el acto, aún no estaba muerto. Ella lo miraba como hipnotizada, inmóvil, como si fuera la cosa más bella que hubiera visto en sus seguramente no más de 27 años. La miré con más atención. Llevaba una pequeña maleta y comenzó a hurgarla. Sacó una cámara. Una buena cámara aparentemente, no de ésas que usan los weyes que se creen fotógrafos porque publican sus fotos en instagram. No, era una buena cámara, y ella sabía lo que hacía. La preparaba de memoria, casi sin mirar a la pantalla, casi sin apartar la mirada del niño. Esperaba algo, la mejor luz, algún movimiento, algo, y disparó.
     No le hablé en ese momento, no soy de los que le hablan a las viejas, sólo la seguí hasta su casa sin que se diera cuenta. Era una colonia jodida, a un costado del reclusorio oriente, su casa estaba en una calle entre dos escuelas que parecían centros de reclusión, tal vez para que los escuincles se vayan habituando al ambiente que les resultaría más familiar buena parte de sus vidas.
     Comencé a vigilar sus salidas y llegadas. Descubrí que vivía sola, que trabajaba como cajera en una aurrerá y que estaba disponible. No parecía tener amigos en su colonia, sólo se juntaba con algunas compañeras de su trabajo pero no parecían muy cercanas. En sus ratos libres, se dedicaba a la fotografía. Aves muertas, perros muertos, carnicerías, cabezas de cerdo y pollos colgados eran la clase de cosas que le atraían. Así que me propuse conquistarla dándole el regalo más significativo que le pudieran dar: le mostré mis fotografías, no las del trabajo, sino mi arte, las que tomo para mi disfrute personal.
     Las coloqué en un sobre y lo deslicé debajo de su puerta. Agregué una nota citándola para su siguiente día de descanso.
     Ella llegó puntual, me devolvió las fotografías y le pregunté si deseaba ir a mi casa. No pareció sorprendida. Aceptó en el acto.
     La dejé sentarse en la silla de hierro, me pidió que la encadenara, más fuerte, más fuerte, decía. Sus súplicas me excitaban y la encadené con más fuerza. La golpeé con las cadenas, la sangre brotó de sus piernas, brazos y rostro, y seguí golpeando. Comencé a fotografiarla, ella respiraba con dificultad. Su sangre corrió desde su frente hacia sus senos, luego su abdomen, alcanzando su rodilla y finalmente los dedos de sus pies. El afluente se unió al charco de orina debajo de la silla. Sería una foto estupenda. Aumenté la iluminación directa, tomé una foto de sus pies ensangrentados, de sus manos débiles, de su torso desnudo y abierto. Un gorgoteo escapó de ella. Comprendí que estaba a punto de morir, me acerqué a ella y le pregunté cuál era su nombre. Ivette. Y con un tubo de acero inoxidable que antes perteneció al lavabo de mi baño, la maté. La foto de su cráneo roto y el ojo reventado puede ser considerada mi obra maestra.
     Unos días después, al llegar a mi casa tras una pesada jornada de trabajo, encontré un sobre que alguien había deslizado debajo de la puerta. Eran las fotos más increíbles que hubiera visto. Es así como llegué a conocerlos a ustedes y su gremio. Sindicato de Nota Roja. Excelente nombre. Gran estilo. Gracias por invitarme a la fiesta, pero… ¿podrían apretar las cadenas un poco más, por favor?

abril 24, 2013

Trampa con cereza

Ilustración para TRAMPA CON CEREZA, de Jorge Jaramillo Villarruel
© 2008, Valeria Uccelli
—Quiero hacerte el amor.
     —Primero tienes que atraparme.
     Él corrió detrás de ella cuando echó a correr por la floresta. La persecución duró horas y días, y él comenzó a pensar que nunca podría hacerla suya. El rastro que ella dejaba era apenas visible, flotaba más que corría, podría pensarse.
     Jadeaba, rendido. Decidió tomar un descanso. Sentado junto a un árbol, vio que de él colgaban cerezas de un rojo cautivador y aroma sin igual. Comenzó a comerlas, y se le ocurrió un modo de atraparla.
     Preparó una trampa con una cuerda y la rama de un árbol y colocó como carnada una de aquellas cerezas, una bien grande, brillante y de perfume intenso. Después, se ocultó detrás de un grupo de arbustos y esperó.
     Algún tiempo después, ella pasó por allí, furtivamente, pero percibió el aroma de la cereza y se acercó. Miró hacia todos lados, con recelo, pero al no ver a nadie, estiró el brazo y tomó la fruta. La cuerda se cerró sobre su muñeca y la rama se agitó, regresando a su posición original, en lo alto del árbol.
     —Te atrapé —dijo él, saliendo de su escondite.
     —Muy bien, te felicito; ahora bájame de aquí, y vayamos a tu casa.

Estaba semidesnuda sobre la cama y él metió los dedos de su mano derecha en su boca, jugando con su lengua. Metió los dedos de la mano izquierda en su sexo, y comenzó a moverlos de mil maneras. Colocó su boca sobre uno de sus senos y paladeó con enorme gozo. Ella se retorcía, gemía y suspiraba; su respiración se volvió intensa, violenta, comenzó a arrojar chispas por los ojos y un mecanismo interno se activó. Él pudo escucharlo. Era como un reloj. Tic-tac, tic-tac.
     Él dejó de jugar con el cuerpo de ella y sintió miedo. ¡Era una bomba! Lo supo y corrió a refugiarse debajo de la cama, acobardado. Aún escuchaba la respiración agitada de ella, cada vez más veloz, hasta que una fuerte explosión la acalló. Él vio el resplandor del fuego sobre las paredes de la habitación y esperó un tiempo, hasta darse cuenta de que el incendio había pasado; entonces, salió de su escondrijo.
     Buscó sobre la cama. El cuerpo de ella estaba ahí, destrozado, consumido por las llamas. Entre sus dientes sujetaba algo. Era una cereza. Una de esas bombas cereza que causan estragos en los baños de los colegios.
     —¿Ha valido la pena? La tuve y ahora la perdí.
     Se alejó caminando por el bosque, ignorando los cerezos en flor que le hacían pensar en ella, deteniéndose sólo a comer fresas y zarzamoras.