octubre 28, 2012

El parche




El parche

No te confundas, llevo este parche debido a mi esposa. Verás: hace un año mi esposa quiso sorprenderme con un pastel de cumpleaños, pero la sorpresa no resultó como ella esperaba. Debimos ir al cine, como hacemos cada año.
     No suelo dejarme convencer con facilidad, pero accedí a su petición de darle una mordida al pastel mientras ella canturreaba y daba de palmadas. Es posible que su esfuerzo para hacer de esa noche algo memorable, me conmoviera. Sólo así me explico el haber accedido a tan mala idea. (Debimos haber ido al cine.)
     Había olvidado por qué no me gustaban los pasteles de cumpleaños, pero su mano pesada y el rostro sumergido en aquella pasta azucarada me lo recordaron. Algo de crema se metió a mi ojo izquierdo, provocándome una severa infección. Ella me llevó a ver al médico a toda prisa. El tratamiento incluía el uso de un parche en el ojo.
     El médico me explicó que debía usar el parche a todas horas, aunque podía retirarlo para dormir. La idea de ir con el parche por las calles me molestaba, sobre todo era incómodo pensar en los compañeros del trabajo.
     Cansado por los acontecimientos del día, decidí ir a dormir temprano. Mi esposa ya estaba en la habitación, me ayudó a desvestirme, y cuando iba a retirarme el parche, dijo:
     —Déjatelo.
     Desde hace un año, mi esposa no quiere hacer el amor si no llevo el parche puesto.

octubre 16, 2012

El cáncer de Mary

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No lloró cuando le dieron el diagnóstico—sarcoma, cáncer de hueso. No lloró cuando le dijeron que debía comenzar el tratamiento—quimioterapia, radioterapia, cirugía—de inmediato, esa misma semana. Tampoco lo hizo cuando le dijeron que el pronóstico era poco prometedor, que seguramente no sobreviviría más de ocho meses.
     Rompió en llanto cuando se lo dijo a Santos y Santos enmudeció y la abrazó como no lo había hecho desde antes del matrimonio.
     Mary se preparó para ingresar al hospital, si es que existe preparación para eso. Santos no pudo acompañarla. El trabajo, ya se sabe. Mary empacó lo necesario. Dos semanas interna, tratamiento intensivo, pero no era un hotel, no requería más que algunos libros y su teléfono lleno de canciones tristes. ¿Por qué se enferma la gente buena? ¿Por qué muere la gente buena? ¿Acaso dios está loco? Si no lo está, es un pervertido.
     Había dos horarios de visita, a mediodía el primero, a las seis el segundo. Santos terminaba de trabajar a las seis. Alcanzó a Mary, pero sólo pudo estar con ella quince minutos. Es una vida dura, la de los hombres en la tierra.
     Después de tres meses (cada uno repartido en dos mitades: quince días interna, recibiendo químicos en su sangre, radiación en su piel, cuchillos en su carne; quince días en casa, con vómitos, náusea, falta de apetito, dolores en el cuerpo, en la mente, melancolía y malos humores) Santos decidió renunciar a su trabajo. Si dios o la suerte habían abandonado a Mary, él no los imitaría. Dedicaría su tiempo a ella, leerían juntos, viajarían juntos, vivirían juntos ahora por primera vez.
     Mary decidió que no quería extinguirse en un gris y triste hospital. Para el sexto mes de tratamiento, Mary no se presentó. Vendieron el auto, pidieron un préstamo con abusivos intereses, y compraron una furgoneta, maltrecha pero aún tenía vida para algunos años, a diferencia de su nueva dueña.
     Emprendieron el viaje con rumbo al sur, hacia el sol y el color tropical. Acampaban a la orilla de la carretera, dormían en la furgoneta y cocinaban con leña. Era una vida difícil, pero era auténtica, no como la supuesta vida entre cuatro paredes inertes, de la oficina o del hospital.
     Al término de los ocho meses que le habían pronosticado, el temor se presentó en sus corazones, pero de una u otra manera—libros, música, caza, exploración, sexo—conseguían mantenerlo a raya.
     Ocho meses se convirtieron en un año, en año y medio. ¿Y si había sido mal diagnosticada?
     Emprendieron un viaje fugaz a  la civilización, sólo para estar seguros, sólo esa certeza y no necesitarían nada más.
     Santos consiguió una cita para la semana siguiente a su regreso. La espera los consumía. Ambos se encontraban irritables. Mientras Mary cocinaba algo en la furgoneta, Santos fue a caminar. Sin percatarse de ello, se adentró en un centro comercial. Se descubrió mirando trajes y corbatas.
     Los días pasaron con lentitud, finalmente Mary fue recibida. Le aplicaron algunas pruebas, una radiografía urgente, le programaron una biopsia para el viernes—entrada por salida. Al final, los resultados eran concluyentes: un milagro (¿qué otra cosa podría ser?). No había rastro del cáncer de Mary. La metástasis había retrocedido por completo, era como si Mary nunca hubiera estado enferma—¿diagnóstico errado?—, ¡un milagro!
     El divorcio se realizó dos meses después. Santos se reintegró a su viejo despacho después de algunas disculpas apresuradas. Mary se marchó en la furgoneta.