febrero 11, 2011

La habitación de Lupe





Lupe, pues Guadalupe se llamaba, se sentía realmente aburrida. Pero no sólo ese día; siempre. La vida ya no era nueva, todas las mañanas y también todas las noches eran iguales a la anterior. Todos los novios, todos los amigos, todos iguales.

Lupe caminaba con las manos en los bolsillos, la mirada y el espíritu sobre el suelo, pateando constantemente una vieja botella de 7up, sin pensar adónde dirigirla. De pronto, se detuvo. ¿Dónde estaba? Lupe no lo sabía. Miró a ambos lados. Había varios comercios, y el ambiente allí era un poco viciado, como si la totalidad de sus habitantes hubieran decidido fumar a la vez. Era una calle nueva, una que Lupe no conocía. Parecía haber brotado de la nada, y Lupe se sentía desconcertada.

Los ojos de Lupe hicieron una toma panorámica: había una cantina, una librería, una tienda de antigüedades, una licorería, un cabaret, una tienda de armas y una sex-shop. El alcohol no era nuevo para ella, ni los libros, ni las reliquias, ni los espectáculos de vodevil.

Algo nuevo, algo nuevo. ¿Un vibrador, una pistola? ¿Sexo, muerte? ¿Darle alegría a la vida, quitarse la vida? No era una decisión fácil de tomar, de ningún modo, pero debía hacerlo.

Después de unos segundos, se decidió a visitar la sex-shop. Consciente de que si nada de lo que encontrara ahí dentro la ayudaba a cambiar su vida, siempre estaría abierta la posibilidad de terminarla.


Lupe volvió a su casa antes de anochecer. Vació la bolsa de sus compras sobre la cama y contempló los diversos objetos que había traído de la tienda. Eligió algunos de ellos que, como informaba la etiqueta, se usaban en la ducha.

Después de bañarse, Lupe se sintió alegre, pero todavía no entendía cuál era la maravilla de todo aquello. Sí, había sido interesante y educativo, incluso agradable, pero si eso era todo, mejor hubiera comprado una escopeta de doble cañón. Sin embargo, era muy pronto para rendirse, aún quedaban varios objetos sin usar.

El que más llamó su atención, era el libro. Lupe había pensado que se trataba de algo así como un kama-sutra para uso individual, pero al hojearlo, ya no estaba tan segura.

Su mirada se detuvo sobre algo que parecía una receta. “Conjuro para la soledad inoportuna” (soledad inoportuna, la historia de mi vida). Así que se trataba de un libro de magia. Qué estupidez, pensó Lupe, quien no tenía estómago para soportar a todos esos payasos new age y supuestos magos wicca. Implacable devoradora de textos marxistas, Lupe era una auténtica materialista. No obstante sus prejuicios, decidió darle una oportunidad. Tal vez sería divertido, como las sesiones de oui-ja en la casa de su prima Cecilia, a las lecturas del Tarot de Laura Olivia.

Comenzó a leer el conjuro. De inmediato sintió los efectos del ritual: su cabeza se sentía ligera, el aire era más fresco, el mundo era más grande y había más cosas en él que un momento antes. Eso sólo le había sucedido algunas veces cuando leía una novela o veía una película realmente buena o consumía drogas sintéticas, es decir: cuando se olvidaba de sí misma y se fundía con lo que leía en el libro o lo que veía en la pantalla o lo que llevaba dentro.

Al terminar de leer el conjuro, se sintió adormilada. Creo que me he hipnotizado a mí misma, alcanzó a pensar un instante antes de perder la conciencia.


Lupe se encontraba acostada en su cama, completamente desnuda. Unas manos frías tocaban su piel y la hacían estremecer. Las manos frías recorrían cada milímetro de su piel, una gélida caricia erógena, pero Lupe no podía ver a nadie, la habitación estaba completamente oscura.

Un dedo largo y áspero tocó su garganta como un cuchillo sediento de sangre. Lupe dejó escapar un gemido, mitad de miedo y mitad de placer.

—Calla —dijo una voz. Ni de hombre ni de mujer. Sólo voz y ya—. Calla y siente.

Y Lupe sintió.

Las afiladas uñas de aquella mano fría arañaban ligera, dulcemente su piel aún húmeda por la ducha, causándole un placer hasta entonces desconocido.

—Calla.

Trató de contener sus gemidos, mientras todo su cuerpo temblaba.

De pronto, sintió un sabor como a guayaba madura en su boca, y un aroma a madera quemada llenó su nariz, y después ya no sintió nada. El conjuro había terminado, pero la sonrisa en el rostro de Lupe permanecería ahí durante un buen rato antes de volver a ser la mueca pesimista de todos los días.


Durante algunas semanas, Lupe sólo podría explicarse lo sucedido como un sueño, o como una sugestión (muy vívida, eso sí) provocada en parte por el libro y en parte por el aburrimiento de su vida.

Lupe sabía que los rituales pueden ayudar a darle sentido a la vida. Incluso los rituales mágicos. Sobre todo los mágicos. No es que la magia exista en el sentido ortodoxo del término “existencia”; la magia es más bien un modo simbólico de atar cabos sueltos, de cerrar círculos, de unir los puntos a través de la página de estar vivos. O eso es lo que alcanzaba a comprender de sus lecturas antropológicas. La mayoría de personas no creen en ello porque sencillamente no pueden creer algo que no entienden. Es más fácil dar la media vuelta.

El ritual es sólo un catalizador de algo más, como lo es lavarse para estar limpios o comer para mitigar el hambre. Es igual al caso de aquellas personas que no se sienten tranquilas hasta que contaron todos los autos azules que ven en el camino rumbo al trabajo, que no pueden ir a ninguna parte hasta que ordenaron todos los libros, o que no pueden comenzar sus labores diarias si no se ponen primero el calcetín derecho y luego el izquierdo, personas que tienen la vaga sospecha de que si no lo hacen, algo malo les sucederá.

Entonces, su sueño significaba unos pocos puntos unidos que le daban algo de cohesión al grisáceo desorden interior, al alma, al corazón de Lupe, una suerte de amuleto para alejar la mala suerte que vestía con máscara de tedio. Sí, se sentía bien, en su mente ya no revoloteaban tanto las ideas de suicidio, pero tampoco es que estuviera en un estado de gracia. Seguía siendo ella, sólo que con algo de tranquilidad en la cabeza.

Pero si todo había sido un sueño, la realización simbólica de la reparación de sus sentimientos, ¿por qué tenía aún ese sabor a guayaba? Pensaba que el sabor estaba en la fruta, no en la idea. ¿Estaba equivocada?


Lupe fue al supermercado. Metió en el carrito un paquete de toallas femeninas, una bolsa de botanas, una lata de frijoles, dos cartones de leche, un desodorante, una cajita de grapas, y otras cosas indispensables.

Se detuvo frente al refrigerador de carnes frías. Diversos aromas llenaban el espacio. Pescado, cerdo, res, pollo, quesos, cremas. Sintió una punzada de asco, pero logró contenerla, evitando que su estómago vaciara su contenido sobre el lustroso suelo del establecimiento.

Qué extraño, Lupe no era ninguna vegetariana. Le parecía una hipocresía suponer que la vida de un animal fuera más importante que la de un vegetal.

Cerró los ojos para recuperar el oxígeno y el alma (a pesar de su marxismo, a veces cree que existe algo a lo que sólo puede dar el nombre de alma o espíritu; sí, Lupe está consciente de que eso es caer en el terreno de la fe, pero qué es el materialismo histórico sino un acto de fe, una religión sin metafísica). Un instante después, un aroma dulce llenó sus pulmones. Se sentía mejor.

—¿Le puedo ayudar en algo, señorita? —preguntó una empleada. En su gafete decía que su nombre era Carmen.

—Sí, Carmen —dijo Lupe—. Me gustaría una bolsa de guayabas. Y azúcar, por favor.


Más tarde, cuando la alegría de unos cuantos días ya dejaba asomar el abatimiento de muchos años, Lupe decidió que deseaba realizar el conjuro una vez más.

Igual que la vez anterior, primero tomó un baño acompañada de algunos de sus juguetes. Dándose cuenta de que antes se había reprimido un poco, esta vez se permitió ir más allá, gozar de la experiencia, consciente por primera vez de que su vida, su placer y su cuerpo le pertenecían a ella, que su cuerpo más allá de ser suyo, era ella misma, y que toda represión es la que impone la sociedad en forma de sentimientos de culpa.

Secó su cuerpo y su cabello, se tendió desnuda sobre la cama y abrió el libro. De último momento, decidió quemar incienso.

Aspiró el humo acanelado. Recorrió con la mirada la piel de sus piernas. Tengo un hermoso color y una agradable textura, dijo a media voz, por qué no habría de reconocerlo. Cerró los ojos y llenó sus pulmones de fragancia y oxígeno. Un poco de música, pensó. Pero se sentía relajada y no se levantó. Cuando comenzó a sentirse somnolienta, buscó el conjuro y lo leyó en voz alta, creyendo totalmente en él, de la misma forma que creía en el incienso, en el aire que respiraba y en el calor del colchón.

Leía y su cuerpo se acariciaba, sintiendo su forma, sus detalles. Su respiración se agitó, el embrujo comenzaba a surtir efecto.

Cuando terminó, aún era temprano. Sólo le había tomado media hora. En su mente reproducía las sensaciones que había tenido: el mismo placer de la primera ocasión, pero mucho más intensamente. Y una sensación nueva, algo que parecía dolor. Se miró la entrepierna y descubrió unos arañazos. Se asustó un poco pues no recordaba habérselos hecho, pero tampoco recordaba claramente todo lo demás, únicamente sabía que había sido maravilloso.


Sin embargo, la alegría duró muy poco. Tan sólo dos días después, Lupe volvía a sentirse abatida. Era parecido a la resistencia que presentan los cuerpos a las drogas. Cada vez necesitan de dosis mayores o drogas más fuertes, y con mayor frecuencia.

Esa tarde, se comió seis guayabas, se bañó dos veces, encendió incienso y velas, puso música, bebió una copa, se masturbó mientras leía el conjuro, y esperó.

Pronto comenzó a sentirse mareada. Sus sentidos se agudizaron. Podía percibir el aguijonazo del incienso, el humo de las velas, que formaba figuras inauditas, como los bajorrelieves en las catedrales antiguas. Algo palpitaba feroz dentro de ella, algo como un núcleo de piedra, como un volcán, como un mar en ebullición.

Lupe escuchaba sus propios gemidos y su respiración alterada. Acto seguido, el volcán hizo erupción.

La habitación de Lupe ya no era la habitación de Lupe. Era un salón, una habitación en medio del Infierno. Había cosas sin ojos que la observaban, y cosas húmedas y rojas en las paredes, y alfombras de piel que emitían risas burlonas.

Lupe yacía sobre una plancha de hueso. Una figura inhumana se había colocado encima de ella. Parecía una mujer, y, al mismo tiempo, no se parecía a ninguna mujer. Sus ojos eran completamente negros, sin pupilas o globos oculares discernibles. Era como mirar directamente al abismo y que éste te devolviera la mirada. Era como mirar directamente al vacío y darse cuenta que el vacío tenía forma humana. En el mundo humano no podía haber nada tan negro, imposible. La textura de su piel era parecida a la sangre coagulada, y algunos huesos afilados asomaban de su cabeza escamada, sus brazos y su espalda.

Aquel rostro hermoso y terrible abrió una boca inundada de aftas. Lo que parecían millones de pequeñas dagas se cerraron sobre el cuello de Lupe. Era el beso más doloroso y placentero que Lupe hubiera conocido. Podía sentir la lengua de aquella criatura jugando con su carne, sus garras al cerrarse sobre sus delgadas muñecas, su sexo buscando el de ella, abriéndose paso como una fiera sobre su presa. Sus alas membranosas la envolvieron en un abrazo siniestro, apartando de sus ojos toda luz. Saboreó su carne—carbón, saliva y malicia. Su aroma a sudor y fruta podrida.

El orgasmo de Lupe era enorme y oscuro, el grito vertical de una boca muda, un barco hundido en lo más profundo de un mar negro. Ganchos aguzados desgarraban su interior, y pequeños objetos frágiles, como crustáceos de vidrio, rompieron las paredes de su carne interior.

Un suspiro semejante al de un alma torturada o un tranvía desbordado, surgió de la garganta ensangrentada de Lupe. Lupe abrió los ojos, y después, los cerró.



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