junio 01, 2009

Relato novedoso de serenidad fortuita; otro



...Árboles



A veces, al caer la noche, en ese momento en que el horizonte deja de ser una línea de luz roja, pero aún no es completamente negra, Emma sale a caminar al parque. Unos pocos niños juegan aún en los columpios o con un balón, corren de un lado a otro o montan en sus bicicletas, o dan giros y saltos con sus patines. En breve, algunas madres vendrán a recoger a los rezagados, y cuando Emma llegue a la banca del centro del parque, sobre una pequeña colina, y se siente bajo la sombra del árbol, que en la noche proporciona una sombra más deliciosa, ya no habrá más niños ruidosos que la molesten.

Un perro pasó corriendo junto a Emma. Emma tuvo que moverse a un lado del caminito de grava para no ser derribada por el niño que corría frenéticamente detrás de la bestia, gritando:
—Ven acá, no corras.

Suspiró para ahogar un gesto de enojo. No podía estar enojada. Necesitaba estar alegre, o no tendría sentido venir.

Continuó caminando a paso lento. Los gritos disminuían con cada paso que daba, como en una misteriosa conexión cósmica. Y en pocos minutos, ya estaba subiendo por la colina.

El aire refrescaba. Era uno de los grandes placeres, ese aire frío y vegetal que reinaba en el parque; un aire verde oscuro. Era como si allí nunca hiciera calor. Y ya era bastante con el calor de cada día de trabajo en la ciudad. Un calor pegajoso y molesto, al que ella imaginaba negro, que traía consigo más cansancio que la jornada de trabajo regular. Además estaban esas horribles minifaldas que debía usar en el trabajo; por fortuna, Emma nunca había sido de esas mujeres que se quejan demasiado pronto de tales cosas. Además, las propinas eran buenas, y en pocos meses había conseguido un buen lugar para vivir, un departamento amplio y bonito, cerca del parque. ¿Cuántas meseras podrían presumir de eso? Pero Emma no presumía en realidad. Tan sólo estaba satisfecha; no había nada de malo en sentirse bien consigo misma. Aunque no todo el tiempo era así.

Cerró los ojos para escuchar la brisa golpeando las hojas del árbol. Delicioso. Musical. Era como ser feliz. Y otros árboles, más allá, se unían a la canción del árbol de la colina. Cantaban para Emma. Y de los ojos de Emma escapaban las lágrimas. Una o dos lágrimas cada vez. De tristeza o de placer. En algunas raras ocasiones, ambas. Esta noche, la lágrima solitaria que salió de uno de sus ojos, representaba un sentimiento que no era muy claro. Emma se había separado de su novio unos días antes. Se sentía libre, pero no podía negar que se sentía triste.

Después de cinco años, su relación la ahogaba. Emma deseaba recuperar su vida. Antes, con frecuencia salía a bailar en las noches. Ya no lo hacía más. Solía ser independiente. Más tarde, comenzó a sentirse esclavizada. Recuperar su libertad era recuperarse a sí misma, recordar quién era. Emma es una mujer que baila y canta, que sueña y que no le rinde cuentas a nadie.

Pero se sentía sola. Eso no podía negarlo.

Escuchaba el sonido del aire sobre las hojas. Los ojos cerrados mantenían la mayor parte de la tristeza dentro. Se iba haciendo tarde. Estrellas pálidas en el cielo, y un poco de agotamiento en el cuerpo.

Se incorporó y dejó escapar un suspiro nostálgico. Una risita burlona se abrió paso desde su corazón, avanzando hasta alcanzar sus labios. “Será mejor que me vaya a dormir”, pensó.

Emma camina sobre las hojas secas. Le gusta el ruidito que hacen al pisarlas. Aún no termina el verano; el calor es sofocante, pero la noche puede ser fresca. Algunas hojas se equivocan y saltan de sus ramas, creyendo que ha llegado el otoño. El otoño es la temporada que más le gusta a Emma. Imagina la estación como una gran postal en tonos sepia o una película vieja, y se siente contenta.

Recuerdos. Su infancia le parece un prolongado otoño. Cabañas y hojas secas, viento, senderos libres de viandantes, bufandas; a Emma le gustan las bufandas. Cuando era niña, su madre le regaló una bufanda azul, para evitar resfriarse cuando jugaba en el parque con los otros niños. La vida de Emma parece un álbum de fotografías antiguas, melancólicas y un poquito siniestras. Le gustaría soñar con esas cosas, pero casi nunca recordaba sus sueños, y cuando lo hacía eran planos, aburridos; no había ninguna emoción en ellos. Emma recuerda que una vez soñó con la casa de la abuela, con sus escaleras de caracol que conducían a un ático lleno de polvo, cuadros, libros y vestidos increíbles. En su sueño, ella caminaba por la calle, y se detenía a mirar la casa de la abuela. Ahora deseaba haber traspasado el jardín y haber entrado a la casa, para ver si en los sueños también existían todas esas cosas que había en los recuerdos.

El crujir de las hojas le hizo pensar en un otoño en verano. Otoño en verano. Otoño de verano. Verano otoñal. Otoño veraniego. “Nada de eso”. Verano y hojas secas, que nunca volverán a existir, no más.

Salió del parque. Caminó sobre la acera, cruzó una avenida vacía. Un semáforo daba indicaciones a autos invisibles. “¿Tendrán avenidas los muertos?”

El eco de sus pisadas se perdía en la oscuridad del pasillo. La mano hizo girar la llave, y la puerta se abrió con un apenas esbozado rechinido. Emma encendió la luz de la sala, se sirvió agua en una copa, y olvidó tomarla. Ahora estaba contemplando el álbum de fotos de su cabeza. Allí estaba su madre, con su rostro y su frente grandes y esa sonrisa tímida que Emma heredó. Su padre siempre afligido. Su hermano menor de cabellos alborotados. Su abuela. Dio vuelta a la página. Allí estaban las instantáneas de su relación recientemente terminada. Una feria, un cine, un museo, un teatro, una librería, un grito, una bofetada, un reclamo, un temor.

Esa noche, Emma durmió muy sola.

Esa mañana, Emma despertó muy sola.

Ese día, Emma trabajó sin ánimos. Sólo esperaba la hora de ir a comer, para fumarse un cigarrillo y tomarse un buen café con mucha azúcar. No imitación, azúcar auténtica.

La jornada terminó. Se quitó la falda y se colocó su falda larga, de color verde olivo, esa falda que indica que Emma se siente muy triste, como si su corazón fuera a reventar, y muy distante, como si estuviera en el lado oscuro de Plutón, el planeta que ya no era un planeta sino sólo un pedazo de piedra muerta a la deriva. Emma no entendía cómo un planeta podía dejar de ser un planeta; pensaba que era como si alguien dijera que los pinos ya no son árboles porque no comparten las mismas características que los demás árboles. Emma a veces despreciaba al hombre. Se cambió los tenis blancos por los zapatos sin tacón, de tela gris, desgastados, que habían soportado durante años los pasos lentos de Emma. No se peinó, sólo recogió su cabello con una pinza roja de plástico.

En la calle, se comió una ensalada de pollo, chícharos, elote, papas, zanahorias y aderezo. Se fue a casa, hizo la limpieza, lavó los platos, guardó la copa después de tomarse el agua de la noche anterior, tiró a la basura viejas cartas de amor, quitó de la pared el cuadro abstracto y colocó un paisaje. Un otoño. Con una cabaña y un molino, un río y un pescador solitario que no conseguía aún atrapar nada. Y se fue al parque enseguida.

Llegó a su banca y cerró los ojos. El aire era un poco más frío esta noche. Y un poco más oscuro, cercano al gris negro.

Buscó en el bolsillo de su falda. Un caramelo. Necesitaba algo dulce, y un caramelo podía darle una sonrisa. Era de hierbabuena. Le enfriaba la garganta al aspirar su esencia. Emma pensaba que los muertos nunca sentían frío.

Cuando Emma iba al parque, y se sentaba en la banca sobre la colina, bajo aquel árbol, y escuchaba el roce del aire fresco sobre las hojas de todos los árboles, y saboreaba un dulce, era esa Emma libre que bailaba y cantaba y hacía todas esas cosas maravillosas que amaba, y ya no estaba sola.




.
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.