marzo 23, 2009

La literatura fantástica en México

Elena Garro, creadora del concepto "realismo mágico".

La literatura fantástica, en cualquiera de sus vertientes (policíaca, ciencia ficción, terror, sobrenatural, real maravilloso, concreto hechizado, etcétera) no goza de muy buena reputación en América Hispánica, en general, y en México en particular, siendo la literatura realista (que no deja, sin embrago, de ser ficción; incluso aquélla que habla de personajes, lugares y acontecimientos reales, lo hace de un modo ficticio) la que goza de mayor audiencia, sólo superada (en ventas) por las insulsas lecturas de superación personal, new age y revistas frívolas de moda y chismes.

La Historia de nuestro país, como de nuestro medio continente, se remonta a un pasado idílico, pleno de fantasías. Lo fantástico está inmerso en nuestra cultura (¡qué más fantástico que la idea de un ser -o de muchos- todopoderoso!), es parte de lo que somos, y aunque la literatura realista sea en general más apreciada por los escritores y lectores, y más estudiada y valorada por los críticos, es un hecho consumado que la obras más importantes que han dado nuestras naciones pertenecen a ese género desdeñado por las mayorías.


En México, practican o practicaron el género personajes de la talla de Juan Rulfo y Juan José Arreola, pero también Carlos Fuentes, Julio Torri, Inés Arredondo, Salvador Elizondo, Elena Garro (fundadora de la literatura latinoamericana de mayor prestigio en el mundo: El realismo mágico, al que no sólo dio un nombre sino que también dotó de unas características bien específicas), Rafael Bernal, Amparo Dávila, también René Avilés Fabila, Bernardo Ruiz, Beatriz Espejo, José Emilio Pacheco, Ricardo Bernal, Alberto Chimal, Gerardo Horacio Porcado, Emiliano González, Mauricio Molina, entre muchos otros[1], sin contar a los nuevos escritores, sobre todo provenientes de la escena oscura, dark o gótica. De América Hispánica provienen personajes como Horacio Quiroga, Eduardo Ladislao Holmberg, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, Augusto Monterroso, y una larga lista que resultaría de autores sobresalientes.

Habiendo tal cantidad de autores que han creado obras fantásticas tan importantes, ¿por qué seguimos considerando al fantástico como un género menor? Las razones pueden ser muchas: desde la ridícula idea de que el relato fantástico es sinónimo de cuento para niños o jóvenes inmaduros que pretenden negar la realidad (lo que se conoce como escapismo, hasta la suposición de que un continente trágico como el nuestro, al cultivar una identidad más cercana al socialismo que al capitalismo globalizador, no tiene tiempo para la imaginación, luchando como está para tan sólo sobrevivir (estoy hablando de la identidad del pueblo, no del Estado autoritario que gobierna en la mayoría de nuestras naciones). Razones como éstas, válidas como pueden ser, no consiguen explicar por qué, entonces, además de la literatura basura tan abundante hoy en día, el libro más vendido es Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, novela perteneciente, quién lo duda, al género fantástico (por más que casi todos sus poco críticos críticos la cataloguen de novela realista contada con analogías, metáforas y metonimias (¡ay que ser pendejo!); ver los textos adjuntos a la edición conmemorativa, publicada por Alfaguara, para conocer los textos en su totalidad y sus débiles argumentos -disfruté especialmente el del delincuente Álvaro Mutis-; critíquelos usted mismo).

Siguiendo esta línea de ideas, si Cien años de soledad es aplaudida y adorada por tantos, y esos tantos la han convertido (desde la soledad de una psicosis; como mínimo, desde la mentira y la farsa, que tan bien se da en nuestros países, al igual que la adulación fácil y el onanismo en grupo) en novela realista, es evidente que ese pasaje se ha dado como una forma de justificar la lectura de una novela perteneciente a ese género tan aberrante y desdeñado que es el fantástico: Si la consideráramos novela fantástica -parecen decir tales críticos-, sería vergonzoso haberle otorgado un Nobel a su creador.

Sin ir ya demasiado lejos, podemos aventurar una idea: La (buena) literatura fantástica es un arte elevado, y por ende será comprendida y aprehendida por una minoría. ¿Digo con esto que el arte es elitista?


La élite (para los fines que en este texto nos ocupan) es un grupo desafortunadamente muy reducido, conformado por sujetos cuyos alcances intelectuales van más allá de lo simple y evidente, de lo obvio y elemental, es decir, individuos de mayor inventiva, creatividad, y sobre todo, poseedores de una mayor capacidad de análisis, que permite acceder a la importancia real de la literatura fantástica y su relación con el mundo real, siendo como es, su mejor analista y crítica.[2]

La literatura fantástica, al ser un arte que podríamos etiquetar de superior, va dirigida al hombre superior (ya dijimos en qué aspectos); evidentemente, el individuo superior no puede ser el mismo que conforma las mayorías. Éstas, las mayorías, están destinadas (de cierto modo trágico, no literal) a consumirlo todo: consumen lo vulgar, por un lado, porque apela a ellas (grandes ventas de libros de superación personal y psicología barata que ofrecen soluciones a los problemas típicos del ciudadano común), consumen lo superior, por otro lado, por un asunto de frivolidad, ya porque se pone de moda o ya por las campañas mediáticas, como las que hicieron llegar Don Quijote de la Mancha y el propio Cien años de soledad a círculos de lectores más abundantes que nunca antes.

Ahora que sabemos esto, ¿no sería correcto favorecer la educación de nuestro país, de tal modo que esa reducida élite creciera un poco más? ¿No sería lo ideal que cada vez más gente desarrollara su capacidad crítica, y que el arte, en lugar de bajar su calidad para llegar a más sectores de la población, fueran estos mismo sectores los que aumentaran su capacidad de asimilar el arte? ¿No sería maravilloso que se leyera menos a Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska y sí más a Juan José Arreola y Elena Garro?

En tal sentido, es bueno que existan libros como Harry Potter, Lestat y Crepúsculo. Cuando una persona jamás ha tomado un libro, y (gracias a la publicidad) se atreve a comprar y leer uno de estos libros, esto puede ser una buena entrada a una mejor literatura, es un buen comienzo. El problema es que la mayoría, aún prefiere quedarse con esas lecturas, sin aventurarse a ir más allá. ¡Cuántos lectores de esta nueva literatura jamás han leído una línea de Poe, Lovecraft, Bradbury, Hoffman, Quiroga, Verne, o tan siquiera de Borges! Y si bien, aquellos exitosos autores, a nivel ventas quiero decir, escriben novelas del género fantástico, es importante hacer notar que no toda la literatura fantástica es un arte superior. La verdadera literatura fantástica, la que llamamos superior es, en palabras de René Avilés Fabila, “un arte refinado que no ha alcanzado el lugar que le corresponde todavía, que pertenece a las minorías y que por sus dificultades formales o temáticas no consigue la penetración necesaria, especialmente en donde los problemas culturales son grandes. Y esto no es un criterio elitista, sino parte de un complicado fenómeno político y social”
[3]. Pero, ¿cómo podrá llegar a esos sectores? ¿Qué le ofrecen hoy en día un Poe, un Lovecraft, un Arreola, a una persona que con grandes dificultades gana algo de dinero, apenas suficiente para mal-comer, mal-vestir y mal-vivir? ¿Qué le ofrecen a sus hijos? ¿A quién le sobran 50, 100, 200 pesos para comprarse un libro que no está seguro de que entenderá o disfrutará? Tú, escritor, ¿qué le ofreces?
[1] Significativo el caso el de Carlos Olvera, ganador del segundo lugar del concurso de cuento “Juan Rulfo” de 1988, quien en 1968 publicó Mexicanos en el espacio, probablemente la mejor space opera en español al combinar la literatura de la onda con los temas que pronto se volverían clásicos de la ciencia ficción (corporaciones súper poderosas, vuelos espaciales, corrupción, totalitarismo), anticipándose a John Brunner, y que entonces abandonó el terreno fantástico, considerado cosa de jóvenes.[2] En la traducción francesa de Crash!, de J.G. Ballard, el autor señala en el prólogo: “La ficción está allí. El trabajo del novelista es el de inventar la realidad”. Es en tal tono que podemos afirmar que la ciencia ficción, y toda la demás literatura fantástica, más que ser un género de evasión de la realidad, es un modo de asimilar la realidad, de aprender a vivir en ella y a transformarla en lo que queremos que sea. Pero no es un trabajo sólo para el escritor, lo es también para el analista y sobre todo lo es para el lector.[3] René Avilés Fabila. “¿Es la literatura fantástica un género de evasión?”, en: Material de lo inmediato. Nueva Imagen, México, 2005. p. 124.

marzo 17, 2009

Nico no estaba muerta




Nico no estaba muerta


Era otoño. Nico no estaba muerta.

Era 1999. Y ella lucía vieja y joven, eterna.

Yo viajaba en bicicleta, mirando a los otros ciclistas. Un mujer rubia, de ojos distantes y sonrisa extraordinaria aunque triste, y quizá un poco fría, pasó junto a mí. Era Nico. Di media vuelta sobre la hojarasca y pedaleé lo más rápido que pude; fui tras ella.

Había muchas cosas en mi corazón y se las quería mostrar. Pero no conseguí alcanzarla.

Para Adri, con amor, quien
compartió la magia de Nico conmigo

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