julio 06, 2008

Inflorescencia

( Grass roots ii; Ursula Salemink-Roos )


Inflorescencia

Había oído de gente que habla con sus plantas y flores, para que éstas crezcan saludables; he sabido incluso de personas que les cantan o les recitan poesía. Por ello, no me sorprendió demasiado descubrir a Clara contando sus problemas a las macetas de mi departamento.

Al principio parecía un juego. Clara venía a visitarme una o dos veces a la semana. Cenábamos juntos, tomábamos una copa, asistíamos a obras de teatro, íbamos a los cines, escuchábamos música, y, más como una ocurrencia que como una actividad formal, cuidábamos las plantas de mi departamento. Clara disfrutaba ponerlas bajo la lluvia para que bebieran el vital líquido, ponerlas al sol o a la sombra según hiciera falta, cambiarles la tierra vieja por nueva o la maceta por una más grande, y, lo más interesante, ayudarlas a su reproducción. Nunca tuvimos, ni ella y no, mascotas. Las plantas eran un buen sustituto. En realidad, eran más que un sustituto. Para algunas personas son como hijos.

Clara sacó varios libros de botánica de la biblioteca pública, y aprendió lo fundamental sobre la vida sexual de las flores.

Comenzó a utilizar palabras como “pistilo”, “estambre”, “estigma”, “antera”, “filamento”, “corola” y “sépalo”. En algunas semanas, logró que mis plantas dieran más flores que nunca.

Todo esto podría parecer agradable, o incluso fascinante, excepto por una cosa: Clara ya no tenía más vida que las flores. Hacía semanas (tal vez meses) que no hacíamos el amor, que no íbamos al cine, que no salíamos a divertirnos, en suma que no hacíamos otra cosa que cuidar seres del reino vegetal. Incluso, por petición suya, llegué a darle una copia de la llave del departamento, “para acompañar a las flores cuando las dejas sola”, me dijo. No supe negarme. Por alguna razón, su explicación me pareció bastante razonable. Así que cuando salía a trabajar, Clara pasaba la mayor parte del tiempo en mi departamento, haciendo no sé qué cosas con aquellas plantas.

La primera anomalía sucedió después de una fuerte disputa entre Clara y sus padres. Llegué a casa y escuché voces y llanto. Cuidándome de no hacer ruido me acerqué a la habitación de donde venían los sonidos. Abrí la puerta suavemente y descubrí a Clara llorando y hablando con unos claveles.

—Ya no los soporto —decía ella, entre sollozos—. A ellos nunca les importó nada de lo que yo quisiera, ¿por qué creen ahora que tienen derecho a decirme qué hacer? —se refería a que sus padres no aprobaban su decisión de abandonar su trabajo para pasar el mayor tiempo posible al cuidado de mis plantas (trabajo que, por otro lado, no le generaba unos buenos ingresos).

Yo le apoyé en esa decisión, no por su relación con las plantas, sino porque me parecía injusto que trabajara durante siete horas diarias, incluidos los sábados, por una paga tan ridícula que no permitía a nadie sobrevivir, ya no se diga vivir dignamente.

Salí de la habitación, y cerré la puerta tras de mí. Esperé a que dejara de sollozar, y llamé a la puerta. Ella me hizo pasar. Dijo que había tenido un mal día, que se había sentido triste y que había llorado para desahogarse. Acepté su explicación. Nunca supo que me di cuenta de todo lo que pasaba allí.

Durante un tiempo, las cosas se relajaron. Volvimos a salir, aunque no tanto como en el pasado. Pero estábamos lejos de estar perfectamente bien: ella seguía negándose a tener un contacto más íntimo conmigo.

Traté de tenerle paciencia y esperar, y en buena medida lo conseguí. Y lo habría logrado del todo de no ser por lo que ocurrió aquella noche.

Para darle una sorpresa a Clara la llamé de la oficina y le dije que me quedaría dos horas extra en el trabajo, lo cual era falso. En realidad, planeaba llegar temprano, darle una nueva planta (una pequeña planta carnívora, en una diminuta maceta de barro) y pedirle que nos fuéramos de día de campo al día siguiente, que me tocaba descanso. Iríamos al mercado de flores y visitaríamos el invernadero. Seguramente le encantaría la idea.

Pero cuando llegué, escuché unos gemidos leves detrás de la puerta de mi habitación. Acerqué el oído y me sobresaltó un fuerte grito.

Ligeramente asustado, abrí la puerta de golpe, y lo que vi va más allá de la sorpresa, de lo imaginable: Clara, no estoy bien seguro de cómo, estaba haciendo el amor con una orquídea. Estaba acostada sobre mi cama, completamente desnuda. Aún recuerdo con triste claridad el momento en que la flor abandonaba su sexo, y la mirada despreocupada y lasciva de Clara.

Di la vuelta y salí a prisa del departamento. Vagué durante algunas horas por la ciudad, bajo la lluvia. Me interné en un parque completamente enlodado. Como un zombie, sólo caminaba por instinto, sin fijarme dónde ponía los pies, hasta que sentí pisar algo suave. Miré abajo y descubrí que caminaba por una jardinera llena de flores. Me sentí molesto y comencé a pisotearlas. Al principio levemente, después con furia. Resbalé y tomé entre mis manos algunos tallos que arranqué de raíz. Repetí la operación una y otra y otra vez, hasta que me derrumbé fatigado y llorando, y completamente empapado de lluvia y lodo. Cuando me tranquilicé, volví a casa.

Clara no estaba allí. El departamento se encontraba en silencio. La habitación estaba en orden. No sé por qué, pero de alguna manera esperaba encontrarme con un desastre y un caos absolutos. En su lugar, hallé la cama hecha, las plantas en sus repisas correspondientes y los platos lavados. Debe haberlo hecho Clara antes de irse. ¿De irse a dónde? Nunca lo supe.

Primero supuse que estaría con sus padres, pero rechacé la posibilidad porque ya sabía de antemano que no era una posibilidad. Comencé a buscarla en los mercados de flores, en el invernadero, sin siquiera encontrar su rastro. Después, pasé a los parques y florerías, con el mismo éxito. Llegué a creer que Clara sólo había sido un sueño, una invención de mi mente, para distraerme de la monotonía de mi vida, pero eso no explicaba las fotos que me había sacado con ella, ni tampoco tantos recuerdos, dulces la mayoría, aunque algo más amargos los últimos.

También me descubrí pensando en más de una ocasión en la posibilidad de que Clara se hubiera transformado en una de aquellas flores que tanto amaba. Había tantas ya que la mayoría me resultaban desconocidas. Yo tenía cuatro o cinco macetas, y tras los cuidados de Clara, éstas se multiplicaron tanto que ya no prestaba atención a la individualidad de las flores, sino al conjunto de ellas. Tal vez en alguna de la familia de los narcisos. Pero era absurdo pensar eso, no era más que un escapismo, una forma de esconderse de una realidad mucho más dura.

Pasó el tiempo. Me volví viejo y casi un ermitaño. Mi cabello se pintó de blanco y olvidé un poco la tristeza. Me resigné a no verla nunca más, a ni siquiera saber cuál había sido su destino, pero al menos había aprendido a vivir sin que su recuerdo implicara una condena, una tortura.

Y una tarde, fría y nublada, una de esas tardes melancólicas en que la nostalgia hace de las suyas, alguien llamó a la puerta. Cuando abrí, no vi a nadie, pero a mis pies descubrí una canasta de mimbre, cubierta por una manta, y en la trenza que sirve para cargarla, una nota sujeta con un alfiler.

La nota, escrita a mano, con tinta verde, decía: “Su nombre es Esperanza. Cuídala; te dará suerte”. Los pensamientos se arremolinaron en mi cabeza. ¿Sería la hija de Clara? ¿Sería acaso nuestra hija? ¿Habría pasado menos tiempo del que yo suponía? ¿Se trataría tan sólo de una broma cruel contra un pobre anciano? ¿Y cómo se supone que me daría suerte? Sólo había una manera de averiguarlo.

Llevé la canasta al interior. La coloqué sobre la cama, y retiré con delicadeza la pequeña colcha que cubría el contenido.

—¡Diablos! —dije, incapaz de dominar la sorpresa. Tibias lágrimas cayeron de mis ojos.

En el interior de la canasta yacía una pequeña y hermosa flor de lis, la favorita de Clara.

(Fue para Karl; por su cumpleaños)


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