febrero 11, 2008

La última carretera


La última carretera

La carretera era negra, plana, recta. Kilómetros y kilómetros de lo mismo. Cerros grises quedaban atrás, vistos por la ventana del vehículo, como un programa de televisión demasiado aburrido para prestarle más atención que a un anuncio de información pública sobre la importancia de ahorrar agua o pagarle a hacienda. La luz parecía inmóvil, como si las seis de la tarde fuera la única hora que el día conociera allí. Los buitres –negros, enormes, carentes de gracia y virtud– volaban sobre nuestras cabezas. A mi mente vinieron recuerdos lejanos, viajes en carretera al pueblo de mi padre, viajes a una ciudad más lejana, para agradecer a un dios niño de cerámica, viajes a un pueblo en medio de los cerros, para visitar a una enamorada. Eran viajes largos, aburridos, invariables, excepto cuando la neblina caía de golpe a nuestro alrededor, acrecentando el riesgo de caer por un barranco, haciéndonos sentir la proximidad de la muerte con cada giro de los neumáticos, y el nieblumo nos abrazaba como un manto vivo de encaje.

La carretera se extendía hasta donde la vista podía percibir. Una enorme serpiente negra con una única línea blanca en el dorso. Horas y horas de recorrido, y ni un solo auto en sentido contrario.

El aire era tibio, y tenía un olor peculiar. A los lados de la carretera, sólo tierra y llanos. Algunos espinos, algunos matorrales, pero nada semejante a la vida.

–Enciende la radio –dije, y la música llegó a mis oídos. No sintonizaba bien, pero al menos era una variación del incesante zumbido del motor y del roce de las llantas con el asfalto. Traté de conciliar el sueño, y creo que estaba por conseguirlo cuando su voz me trajo de vuelta a la realidad.

–Pronto llegaremos.

Miré. Al frente de nosotros, todavía lejos, pero visible al fin, se levantaba una ciudad. Parecía un puñado de edificios y torres amontonados, como si unas manos gigantes se hubieran dedicado a comprimir ese espacio de civilización color óxido.

Mirar ese cuadro me hacía pensar en los campamentos petroleros, que pude conocer gracias a un libro con fotografías que tuve en la infancia. Montones de hierro y concreto colocados como una intrincada red, como un laberinto de hormigas, casi como un cuadro de Escher, pero uno muy desesperanzador. Era triste como el otoño, y hermoso como un puente del siglo XX, lleno de luces y coches haciendo sonar sus bocinas, llevando a sus ocupantes a casa, después de una dura jornada en la oficina, en el colegio, en el hospital.

Sobre la ciudad, una nube negra amenazaba con tormenta. Debajo de la nube, pequeñas figuras negras se movían azarosamente. Eran buitres. ¿Qué hacen los buitres sobre la ciudad?

Al fin llegamos. La ciudad estaba inmóvil, en silencio. Sólo los semáforos en las esquinas seguían trabajando. Un esfuerzo inútil, pero constante. Había otros autos en la ciudad, sobre las avenidas, como si sus ocupantes se hubieran visto obligados a dejarlos allí por causa de alguna emergencia. Recordé los terremotos que viví en el pasado, y el pánico de la gente, que si era capaz de arrojarse de un edificio de treinta niveles, dejar el auto a media calzada no era ningún sacrificio. Yo mismo dejé una vez mi auto así, para ir tras una mujer que amé. Ya no recuerdo su nombre, pero ella era real.

El auto se detuvo en una esquina, frente a un semáforo en ámbar. Descendí. Y él se marchó. No había autoridades que se lo impidieran.

Caminé en busca de la dirección que me dieron. Cuando la encontré, a pocos metros de donde bajé, vi que se tratada de un edificio de departamentos. Toqué, pero nadie respondió. Aunque me pareció inútil, empujé la puerta, y ésta se deslizó hacia dentro, tan suave como nueva, sin emitir rechinido alguno, a pesar de la podredumbre que reinaba en el lugar. Dentro estaba oscuro, y apestaba a muerte. Busqué un interruptor con la mano, y palpé algo suave y húmedo. Esperaba que sólo se tratara de moho. Cuando encontré en interruptor y pude iluminar el lugar, ahogué un grito pánico en la garganta. Cuerpos en diferentes estados de descomposición, algunos mutilados, otros deformados, colgaban de cadenas por todas partes. Hombres, mujeres y niños habían sido masacrados por igual, y convertidos en ese cuadro obsceno de muerte y humillación. Ninguno tenía ropa. Ninguno tenía ojos.

Fue cuando escuché el graznido, un graznido casi como un chillido, casi como un grito humano. Y recordé los buitres que volaban sobre la ciudad, y comprendí que la ciudad no era otra cosa que su nido, o un criadero de esas bestias. Quise correr, pero choqué de frente con un hombre alto y serio, que me hizo caer de espaldas sobre el suelo sucio. ¿De dónde salió, maldición?. Llevaba un sombrero con una pluma roja, y su mirada feroz lastimaba mis ojos.

El graznido se repitió, y pude ver una sombra bajando por las escaleras. Cerré los ojos, para no ver mi propia muerte, pero una mano suave se posó sobre mi hombro.

–Levántese, por favor –dijo una voz dulce y suave.

La miré. Era una dama elegante, hermosa. Me indicó que la siguiera, y el hombre caminó detrás de nosotros.

Ella vestía de negro con algunos toques rojos y blancos. Una estola de los mismos colores adornaba su cuello delgado y largo, como un cisne. No, no un cisne, más bien un buitre.


{Gracias a Jaqueline por su ayuda en la reparación de este texto}


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